Texto Pregón Semana Santa 2012

REMEMORACION DE LOS MISTERIOS ESENCIALES DE LA FE CRISTIANA
Pregón de Semana Santa
Catedral de Tui


Marta Cendón Fernández
Profesora titular de Historia del Arte
Universidad de Santiago de Compostela



Tui no deja de darme sorpresas. Una vez más me veo sorprendida -y un tanto atemorizada también- con un compromiso novedoso, arriesgado incluso, que pese a todo no he dudado un momento en aceptar. Pero la singularidad del hecho, o las mismas circunstancias que 1o rodean al tratarse de la primera vez, me hacen insistir un poco más todavía en esta sorpresa por mi elección. Pregonar la Semana Santa - espacio litúrgico que rememora el núcleo central de nuestra fe cristiana- sería tarea más propia de teólogos, filósofos, antropólogos o literatos, y mucho menos de una historiadora del arte. Bajo este presupuesto, parece claro que mi condición de historiadora resulta en sí misma una limitación, que he tratado de paliar con las sugerencias de gentes de más saber.
Ante todo deseo expresar mi agradecimiento hacia los organizadores de esta novedosa iniciativa -la Asociación de Amigos de la Catedral y la Hermandad del Dulce Nombre de Jesús y Santa Casa de la Misericordia- que me brindan la oportunidad de participar en la Semana Santa tudense de forma tan activa y honrosa. No quiero ocultar, por 1o demás, otros sentimientos que acrecientan mi gratitud. En primer término, cómo no, está mi afecto por esta catedral que nos acoge y que es un referente fundamental para la comprensión de un capítulo muy importante de nuestra historia y arte. Pero no puedo olvidar, por otra parte, que el sólo hecho de estar hoy aquí, reaviva 1a vinculación que mi familia mantuvo, durante largo tiempo con este lugar (aquí, en la escuela catedralicia se educó mi abuelo paterno) y seguimos manteniendo cuando nuestros compromisos lo permiten: es para mi una satisfacción que mi hija ayude como monaguillo cuando participamos en alguna Eucaristía a lo largo de nuestros períodos vacacionales. Añado, ya por fin, lo más importante: que en el hecho de pregonar la Semana Santa, se unen en perfecta síntesis la historia y la fe, en mi caso concreto, por mi condición de historiadora de arte y mi condición de creyente.
Como pregonera por gracia, como muy bien me recordó D. Ricardo ("El Espíritu Santo y nosotros hemos pensado..."), abrumada por la responsabilidad que el caso requiere, pero confiada en la fe que mi entorno tudense me transmitió, os anuncio 1a rememoración de los misterios centrales de nuestra fe en esta Semana Santa del año 2012. Esta catedral y esta ciudad de Tui, donde la fe se ha hecho historia y donde la historia ha sido y sigue siendo fuente de nuestra fe, es el marco adecuado, por magnífico e imponente, que invita justamente a esa rememoración.
Antes de nada, creo oportuno recordar que la Biblia no es el relato "histórico" de una búsqueda heroica que los hombres hayan hecho de Dios. Búsqueda de Dios, imitación de Dios, es en mayor o menor medida 1o que quieren ser todas las religiones. Sin embargo, el cristianismo, preparado por la historia del pueblo judío, invierte los términos del problema: es Dios quien busca al hombre, se acerca a su historia, mora en su tierra, hasta entrar en su género de vida. La Biblia no es, por tanto, la gesta de héroes y santos que hayan conquistado la tierra sino de hombres de oído, que están a la espera de una voz que los llame. Y al final de esa larga historia aparece Jesucristo. Un judío de su tierca y de su tiempo, de Galilea, hijo de la esperanza y de la promesa del Antiguo Testamento. Quienes le siguieron y creyeron en é1, en su forma humillada y desfigurada, adivinaron y reconocieron la presencia de Dios llegando al mundo.



Que Dios se haya mostrado humilde y pacientemente solidario con el destino humano y que, desde dentro, lo haya trasformado. es el fundamento último de la esperanza y fe humanas. Estas son, así, gozo y orgullo de ser hombres, confianza y espera en un futuro a salvo de los poderes de la muerte, entrega a la fidelidad de Dios, seguridad -en fin- de que nada nos puede arrancar de su amor. Por tanto, el cristianismo, como religión de la fe y de la esperanza surge de la "encarnación histórica" de Dios en el mundo. En esa historia sagrada, Dios se ha mostrado próximo al hombre, se hace hombre y sufre como hombre. El hombre cuando acoge y corresponde a la iniciativa de Dios, entra en una nueva relación con Él compartiendo no sólo su amistad, sino también su naturaleza y su destino. Dios es la vida, transmitida a través de Abrahám, Isaac, Jacob, hasta La llegada de Jesucristo, al que hemos reconocido como Dios de vivos y no de muertos. Dios crea y da vida.
La historia es, por tanto, el instrumento elegido por Dios para la salvación del hombre. Cristo, el Hijo de Dios, se ha hecho carne y esto equivale a decir que Dios se ha hecho historia, con 1o que la historia se ha convertido en historia de salvación. Pero decir que Dios se ha hecho carne, que Dios se ha hecho historia, es sinónimo de que Dios se ha sometido a la triste y universal experiencia de la muerte, que en este mundo termina por imponerse a todo y siempre resulta vencedora. La muerte es un terna que se impone: esquivarlo equivaldría, sencillamente, a una falta de realismo.
Pero Cristo nos va preparando poco a poco para la muerte. "Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hors en que el Hijo del Hombre ha de venir" (Mt.25, 1-13) les dijo a aquellas vírgenes necias que tantas veces están presentes en las portadas de las catedrales góticas, frente a las prudentes con su lámpara encendida. Nosotros muchas veces lo olvidamos. Pero tampoco lo entendían sus contemporáneos. Lo recibieron con honores de emperador que regresa victorioso de una batalla en su entrada en Jerusalén, agitando sus ramos y palmas, pero no se daban cuenta de que no iba en un brioso corcel sino en un humilde asno. Eso mismo haremos nosotros el domingo próximo: en esta catedral, año tras año, evocamos ese momento. En ese día, en el que solíamos vestir nuestras mejores galas, la catedral se abarrotaba de niños, de familias que entre palmas y olivo trataban de seguir una multitudinaria celebración en medio del olor a incienso,
Pero la liturgia es sabia: tras la bendición de 1os ramos, escuchamos el relato completo de la Pasión. Mis recuerdos hacen presente en ese momento la voz de D. Julián Rico como narrador de aquel largo texto a tres voces, donde las palabras de Cristo respondían rotundamente en sus interrogatorios y se dirigían a su Padre en un humano sentimiento de abandono. Ese era el preludio, pero en medio de un bullicio que no facilitaba la interiorización de la realidad.
En la muerte de Jesús en la cruz  -cuya rememoración os anuncio en esta Semana Santa- se manifiesta perfectamente el significado de su muerte: Jesús ha creído y vivido el amor de Dios. La totalidad de su vida se condensa en la palabra "entrega": Jesús ha entregado su vida por los hombres. El único vínculo entre la vida y la muerte, fue la realidad del amor. Esta unidad de la vida y de la muerte de Jesús es resaltada por el cuarto evangelio de San Juan: en concreto, en aquel pasaje en el que el evangelista finaliza la "Vida y obras de Jesús" y da comienzo a su "Pasión y muerte". En este tránsito, precisamente, San Juan presenta como una corta biografía de Jesús, que resume en las palabras siguientes:
Era antes de la fiesta de la pascua. Jesús sabía que le
había llegado la hora de dejar este mundo para ir al
Padre. Y é1, que había amado a los suyos, que estaban
en el mundo, llevó su amor hasta el fin (Jn. 13, l).
Ese amor hasta el extremo se conmemora el Jueves Santo. Jesús cena con los suyos, se arrodilla ante ellos y les lava los pies -el que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado (Lc. 14, 11)- Él sabía que sus seguidores no soportarían aquella noche dura, pero su amor no tenía límites, no tenía condiciones, no se caracterizó por los "peros".
Y llegó la noche, y Cristo se pone en manos de su Padre para pedirle fuerzas. y, en el fondo, para que "aporte de él ese cáliz". Ese Getsemaní, que se recrea año tras año en la capilla de la Misericordia, nos recuerda que el acto fundamental del cristianismo no consiste en que Dios se hizo hombre, sino en que Dios padece con los hombres. Los dioses paganos de la antigüedad se mofaban del padecimiento del hombre: el Dios del Antiguo Testamento se entristecía e incluso encolerizaba, de la soberbia del hombre. Por e1 contrario, el Dios de Jesús de Nazaret ni se ríe ni se mofa de los hombres, sino que padece con ellos. Aquí, por tanto, el Dios cristiano alcanza su concreción más profunda y perfecta: Dios no sólo manifiesta preferentemente su amor por los pecadores, sino también su padecimiento por amor a los pecadores. Esta es la definitiva e insuperable consumación de la nueva experiencia de Dios, que Jesús nos aportó con su vida y con su padecimiento extremo. ¡Quien no padece no arna realmente! Un Dios que sólo amase hasta cierto punto y no más, un Dios que no padeciese por amor, sería un Dios insensible, lejano. Por eso, cualquier hombre, que sufre por amor a los demás -¿y quién no ha tenido alguna vez esa experiencia?- tiene un referente claro: Cristo. Pero, una vez más, los que estaban más cerca no son conscientes de1 sufrimiento de su amigo: se quedan dormidos, como nosotros ante tantos que sufren a nuestro alrededor.
En estos tiempos de crisis, el dolor, el sufrimiento, nos acechan, ¿a quién no?. Y nos quedamos en "nuestro" dolor, lamentando el sufrimiento por el que estamos pasando: basta mirar al "otro" y será fácil relativizar lo "nuestro".
Y llega el momento del prendimiento, Jesús es llevado ante las diversas instancias judiciales, atado a la columna, azotado, coronado de espinas y Pilato lo presenta: "he ahí el hombre ", Ecce Homo (Jn 19,5). Un hombre desfigurado, con un manto púrpura. Y aquí sí me pierde mi condición de Historiadora del Arte. El púrpura no era el color del sufrimiento, era el color de1 poder. El emperador vestía de púrpura, y a aquel hombre a quien Pilato no acababa de ver culpable, lo visten de rey, él así se había proclamado, pero una vez más no entendieron que su reino no era de este mundo.
El camino al Calvario lo recordarnos los tudenses en el Sermón del Encuentro, la mañana del viernes. En la Plaza de San Fernando, evocando los autos sacramentales, las cuatro imágenes que constituyen el eje de la Procesión, Jesús con la crurz a cuestas ayudado por Simón de Cirene, María, con ese dolor contenido que tan bien supo reflejar Querol, la Verónica y San Juan. van surgiendo de cada esquina mientras un sacerdote va recordando esos momentos en los que Jesús cargando con una cruz excesivamente pesada, cae hasta tres veces, esto lo permite escenificar la imagen articulada del nazareno, un tipo de imágenes que tienen gran éxito en e1 Barroco, estilo que apela, por antonomasia, a la sensibilidad de los hombres: basta contemplar la mayoría de los retablos de esta catedral, e1 color, el oro, llaman poderosamente a nuestros sentidos, intentando movernos a la devoción.
Y a continuación sale la Procesión. La Hermandad del Dulce Nombre de Jesús y Santa Casa de Misericordia, ha tenido siempre una misión fundamental: el cuidado de las imágenes y la organización de dicha procesión en la que, tras muchos años sin salir, vuelve a recorrer nuestras calles el Calvario que un día coronó el trascoro de la catedral y que hoy se dispone en el transepto norte. La muerte de Jesús en la cruz, que con todo fervor vamos a celebrar en esta Semana Santa, significa exactamente que, desde que Jesús de Nazaret se dejó crucificar por los hombres, ningún hombre tiene que arrastrarse penosamente bajo el peso opresor de la cruz. "mi yugo es fácil y mi carga ligera" (Mt. 11, 29). Aunque a nosotros nos parezca insoportable. La mortalidad es hasta tal punto propia de la condición humana, que el atributo "mortal" casi se ha monopolizado para caracterizar al ser humano, y eso en contraste con el atributo de "inmortal", reservado sólo a los dioses. Los humanos somos "mortales". Entre todas las criaturas sólo el hombre sabe que tiene que morir, sólo é1 llora a sus muertos y sólo él 1os recuerda.
Y así, muerto, recordamos a Jesús la tarde del Viernes Santo. En la iglesia de Santo Domingo, Jesús es desenclavado. El Cristo articulado que preside habitualmente la iglesia de San Francisco, es bajado de la cruz y dispuesto en la urna, en la que, escoltado por los soldados romanos y acompañado por su Madre, María, rota de dolor, con el corazón atravesado por puñales (como había predicho el anciano Simeón), de negro luto, recorren las calles tudenses hasta volver a la Iglesia de San Francisco, donde moran ambas imágenes.
Sin embargo, pese a la certeza de la muerte, este hecho nos plantea algunas preguntas, además de una realidad, es también un problema: el ser humano no quiere morir. Lo decía muy bien -y muy claro- Unamuno:
Con razón, sin razón o contra ella, no me da la gana
de morirme. Como no llegue a perder la cabeza -o
mejor aún que la cabeza, el corazón-, yo no dimito de
la vida ,se me destituirá de ella.
La muerte es, pues, un hecho no deseado. Por eso es un problema, una realidad que se nos impone, que no acabamos de aceptar y que tampoco logramos comprender, ni esclarecer. Y no lo logramos, porque la muerte es una parte fundamental del misterio de la persona, del misterio del ser hombre. Y ante un misterio cabe la aceptación o el rechazo, como María, aquella madre que aceptó el misterio de Dios: tener un hijo que ahora le arrebatan. Una Madre que, sola, vuelve a salir en procesión la mañana del sábado, mostrando más que nunca esa soledad que dejan las ausencias de los seres queridos.
Pero cabe también, naturalmente, ponerse a la escucha de una posible voz que, sin anular el misterio, proyecte una luz sobre é1. En el Concilio Vaticano II se dijo bien claro: En Cristo se ilumina el enigma de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad (Gaudium et spes, 22). ¿Y cuál es esta iluminación? El mismo Concilio Vaticano II nos da la respuesta: Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida. La buena noticia que anuncia el Nuevo Testamento es, justamente, la resurrección de Jesús. El artículo fundamental de la fe cristiana es que Cristo ha resucitado. Por eso mismo, casi podría afirmarse que el Nuevo Testamento no dice otra cosa. Nadie le daría significado divino alguno a la cruz de Jesús, más aún, ningún hombre hablaría hoy -dos mil años después- de aquella crucifixión, si no se hubiese producido aquel otro acontecimiento que la fe ha calificado como resurrección de Jesús. Sin esta experiencia de fe, no sólo se olvidaría la muerte de Jesús, sino que nada -absolutamente nada- se tendría en cuenta respecto a su vida y a su mensaje. Esto quiere decir, que nosotros -los cristianos- hemos creído primero en la resurrección de Jesús y, después ya, en su crucifixión y en su muerte. De ahí, las palabras de San Pablo en el capítulo 15 de la 1ª Carta a los Corintios: Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido.



Y como fruto de la unión del creyente con Cristo, de su incorporación a la Pascua, la vivencia de la muerte llegó a jugar un papel muy real, práctico e inmediato, en la vida de los nuevos creyentes, precisamente por la viveza en su esperanza en la resurrección. En efecto, por la promesa de la resurrección, ellos estuvieron dispuestos a sufrir hasta una muerte injusta y cruel y dar, con ello, un testimonio inequívoco -ese es el significado exacto del término martyría- de su fe en Jesucristo. O más claramente: la muerte del cristiano fue percibida y vivida corno una verdadera participación en la muerte de Cristo y, consecuentemente, en su misma resurrección: lo que le sucedió a É1 se haría presente en los que creen en Él, es decir, en los quo se incorporan a su Pascua. Por eso la vida humana –que desemboca inevitablemente hacia la muerte - y la muerte misma, se comprenderán y se resolverán principalmente a la luz de la inmortalidad percibida, o prometida, que tendrá su respuesta definitiva el en la noche del Sábado de Gloria, con la Resurrección de1 Señor.
Todos estos elementos, expuestos sintéticamente, forman parte del gran misterio que celebramos en la Semana Santa y que hoy -con este Pregón- he tenido el honor de anunciaros. En Tui celebraremos diversos actos que irán haciendo actual, una vez más, la Pasión de Cristo: la bendición de los ramos en esta Catedral, con la consiguiente procesión el próximo domingo; la Misa solemne de la Cena del Señor, seguida del traslado del Santísimo hasta el monumento y 1a visita a las iglesias donde Cristo, que se quedó con nosotros en la Eucaristía, estará expuesto en el atardecer del Jueves Santo; el Viernes Santo, con el sermón y procesión del Encuentro por la mañana, el acto litúrgico propio de la conmemoración de la muerte de1 Señor en esta catedral, el sermón del Desenclavo y la procesión del Santo Entierro, con los pasos del Cristo yacente y la Virgen Dolorosa; o la procesión de la Soledad en la mañana del sábado que culminará con celebración de la Liturgia Pascual: la Vigilia Pascual en la noche del Sábado y la solemne Misa Pascual en esta catedral el Domingo de Resurrección.
Todos estos actos son ritos o símbolos que nos remiten a la realidad histórica fundamental, que de una vez por todas aportó la salvación al género humano. Son ritos y costumbres que todos aprendimos una vez y que, desde entonces, procuramos transmitir a quienes están llamados a sucedernos; eso es, exactamente, lo que estamos haciendo ahora, confiando en que la sernilla germine y ellos, después, en su momento, continúen haciendo otro tanto. Estos son, qué duda cabe, los usos y modos que nos configuran corno comunidad y todos -del primero al último de nosotros- somos responsables plenos de su conservación y un poco, también, de su mismo futuro.
Hay que buscar la esencia de las costumbres para custodiarla, sabiendo trascender todo cuanto es accesorio. Las procesiones no son un paseo cívico, ni tampoco un acto cultural. Es, exactamente, una catequesis dada y recibida en la elocuencia del silencio. Es un acto público de profesión de fe y de adhesión a sus misterios. Y debería ser, además, la renovación de todos los compromisos bautismales y sacramentales que cada uno de nosotros hemos contraído en la vida. Lo demás es accesorio, es modificable; es, digámoslo así, lo que a veces conviene cambiar y adaptar a los tiempos para que lo esencial permanezca. Y lo esencial es, naturalmente, facilitar el encuentro con Dios. Así, la Semana Santa seguirá siendo algo vivo; algo que un día concreto se echa a la calle para seguir diciendo, según esa tradición de siglos y siglos que aquí estamos un año más.
Como veis, no he anunciado la festividad de un día, sino la festividad de toda una semana, la semana especialmente consagrada a Dios. Así fue entendida por muchas generaciones, que en todas partes hicieron de estos días un paréntesis para vivir más profundamente la fe en Jesucristo, creando un clima en el que la piedad impregnaba los sentidos, las puertas del alma a fin de cuentas: ojos para ver y llorar, oídos para captar las notas del canto de la liturgia y de la piedad popular, percepción de aroma primaveral del monumento o de la cera que se consume generosa en estos días, como si cada cristiano, al terminar la cuaresma, quisiera proclamar lo que desea ser: ¡Luz en el Señor!.

Concluyo ya este Pregón, y lo hago confesando al fin mi alegría por haber aceptado -no sin cierta osadía- este compromiso tan novedoso para mi, y para la Semana Santa tudense. Me doy cuenta, ahora, de que me hubiera bastado repetir aquí, lisa y llanamente, las palabras del Ángel de la Resurrección'. "Ha resucitado, no está aquí”. Pero los hombres seguimos necesitados de recuerdos y yo, como historiadora, seguramente mucho más que otros. Escribía Fedor Dostoyewski: El hombre que acumula muchos recuerdos en su infancia, éste está salvado para siempre. Vivamos apasionadamente nuestras tradiciones para que el niño de hoy y hombre del mañana, sepa seguir conservando 1o que las generaciones anteriores nos legaron. Aprendamos del pasado para encarar el futuro. Ojala sepamos morir con Cristo, para resucitar con É1.


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